Muchas veces me pregunto cómo podemos vivir en esta sociedad en la que todo se desarrolla con urgencia hospitalaria, desde que suena el despertador hasta que por fin nos podemos acostar en nuestra cama. Un correr sin saber para qué, unas prisas que ciertamente son ilógicas, un profundo desasosiego que transita por nuestro cuerpo para realizar actos robóticos sin fin. Alguien en un pasado lejano, no acertaría a comprender que nuestro desarrollo fuese a traer estas consecuencias desastrosas para el propio ser humano y para todo lo que nos rodea.

Una angustia generalizada de no poder llegar a todas partes y de querer abarcarlo todo, al contrario que esos fantásticos superhéroes inundando los cómics con sus superpoderes. Ellos siempre pueden conseguir lo que se proponen; pero por desgracia en la realidad, ninguno de nosotros acierta a encauzar esta carrera de obstáculos a contratiempo. Una situación que a lo largo del tiempo se vuelve exasperante para muchos y terminan por tirarlo todo por la borda, enganchándose a sustancias estupefacientes que lejos de ser como en los primeras veces un momento de evasión y relajación, acaban devastando a la persona en lo más profundo de su ser.

Para no llegar a estos extremos cada vez más frecuentes por culpa, entre otras cosas de la situación tan convulsa que estamos todos padeciendo, propongo y proponen los expertos, actividades que nos hagan seguir nuestro propio camino (no el que nos dictamina la colectividad) y nos desarrollen como personas tomando conciencia de nuestra propia existencia, del qué queremos ser ahora y en un futuro.

El Slow Life nos propone tomarnos las cosas con calma, siguiendo los ritmos biológicos naturales. Una filosofía que más bien es un estilo de vida desacelerado, y que abarca rodas las facetas de nuestra existencia: comida, trabajo, hobbies, ropa, cosmética, educación, construcción, etc. Un movimiento internacional que nació en 1986 como una protesta en Roma ante la apertura de un restaurante McDonald’s en Piazza di Spagna. Entonces surgió el Slow Food, con Carlos Petrini a la cabeza (Premio Campeón de la Tierra en el 2013 por el PNUMA). Se quiso promocionar los productos de temporada y autóctonos, frente a la comida basura o comida rápida; algo que sigue vigente y que ya abarca otras cuestiones como las Slow Cities (también llamadas ecoaldeas o ecociudades), en las que se fomenta la calidad de vida, con espacios verdes, transportes sostenibles y viviendas respetuosas con el medio ambiente. El movimiento slow es una alternativa diferente, más amable con la persona y con su entorno, lejos del sistema actual de ciudades que ya se ha quedado obsoleto. Se busca el beneficio social, no el nuestro propio.

Su doctrina se resume en esta máxima del filosofo chino Confucio: “¿Me preguntas por qué compro arroz y flores? Compro arroz para vivir y flores para tener algo por lo que vivir”.

El entorno dañino en el que vivimos en las grandes ciudades, se transmite a todo lo que nos rodea: al resto de seres vivos que conviven con nosotros; y atañe en particular a mascotas y niños que ven como su calidad de vida va mermando a lo largo del paso del tiempo, por culpa de ese control remoto que les quita su inocencia y su espontaneidad. Los dueños de esas mascotas no tienen tiempo de para dedicárselo, y su existencia animal casi se convierte en un suplicio. Tratados como juguetes de un momento, enferman por falta de cariño y de atención. Encerrados y condenados de por vida a estar entre cuatro paredes, padecen de primera mano la irresponsabilidad y la falta de respeto por la vida.

En cuanto a los niños, ya se viene apreciando desde hace décadas numerosa sintomatología tanto física como psicológica, por no dejarles crecer en ambientes sanos. Esta imposición por parte de los padres de una agenda que cansaría a más de un adulto, viene a generar en los críos una sensación de agobio y agotamiento que, por supuesto, tiene sus consecuencias negativas.

Se están acortando las etapas de crecimiento, también físicamente como emocionalmente. Las malas costumbres ambientales y alimenticias están repercutiendo en el propio cuerpo del niño; así como la falta de tiempo para jugar, algo necesario y fundamental para convertirse en un adulto sano. Esto sumado a la falta de libertad, alimentada por estrictos horarios, por deberes después de 9 horas sentado en un centro educativo, más un alejamiento de los propios padres de la propia educación de sus hijos; está convirtiendo a estos chavales en “carne de cañón”, para sufrir multitud de problemas a lo largo de su vida. Todos deberíamos saber que la infancia es la etapa más importante de una persona, si algo va mal en ella y no se pone remedio pueden quedar secuelas que perduren toda la vida.

Para no caer en esta vorágine de sentimiento de culpa, los padres deben tener flexibilidad mental: “sino se hace hoy, ya se hará mañana o pasado. Lo importante es la felicidad del niño, no el qué dirán o el diez en el control de Mates”. Muchas veces los padres creen que se encuentran atados, pero más bien es lo contrario, se atan ellos mismos. En determinados momentos, hay que poner el freno y echar marcha atrás, porque el tren puede descarrilar; así como imponerse a esa espiral de obligaciones para el crío, algunas veces forzadas por los propios colegios que lejos de cumplir con su función de enseñar, hacen justo lo contrario, que el niño no quiera aprender. No sé es más feliz por tener más cosas, o ganar más dinero, o sacar todo sobresalientes, sino por poder disfrutar de cada momento de tu existencia sin cortapisas. La perfección no existe, y eso lo tendríamos que tener siempre en cuenta, y por eso, no deberíamos de poner nuestro listón más alto, ni el de nuestros hijos a costa de sacrificar nuestra vida familiar, social, sentimental, etc.

Por eso, nos debemos de quedar con lo que dijo alguna vez John Lennon, el famoso componente de The Beatles, en una frase más que acertada: “La vida es aquello que te va sucediendo mientras te empeñas en hacer otros planes”.