El otoño va haciendo su entrada de forma sigilosa, sin llamar a la puerta, va pintando de colores mostaza y teja las llanuras y las montañas, hasta donde nuestra vista alcanza. Llega con nuevos aires que embargan a cualquiera que se digne a escucharlos. Un soplo fresco que ayuda a disipar la memoria del estío, empujando la frescura y alegría veraniegas, comienza a dar paso a una melancolía y una quietud que desembocará en el invierno.
La rueda del ciclo natural comienza de nuevo con la estación astronómica otoñal. Quedaron atrás los constantes revoloteos y cantos de los pájaros para engendrar a las nuevas generaciones, y su incesante ir y venir para alimentar a todos sus primogénitos. Esos que ahora vuelan por su cuenta libremente, en busca de la conquista de un nuevo territorio y un hogar en dónde aposentarse, o en otros casos, reconociendo la llamada de su instinto animal para surcar los vientos y trasladarse a los confines del mundo para buscar ese calor que se va, y para regresar en la próxima primavera.
El resto de las crías de los animales, las que han sobrevivido por ser más fuertes, más listas, o simplemente, por suerte, ya comienzan a realizar sus primeras correrías o fechorías solas o con compañeros de juego, esas maniobras, que les permitirán sobrevivir cuando se encuentren solas en la naturaleza para buscar alimento, pareja o salvaguardar su territorio.
La vida prosigue sin descanso, alumbrando nuevas formas de colonización, de extensión, de convivencia, de batallar, de comunicación…todo para que jamás se detenga la actividad, incluso cuando aparentemente parezca detenida.
Los animales comienzan a buscar esos alimentos que les mantendrán vivos en pleno invierno. Una despensa que será primordial para poder llegar hasta la próxima primavera. Un ir y venir incansable para dar la mejor protección a su madriguera o escondrijo, forrándolo de vegetación para que resulte más cálido y confortable cuando la bajada de las temperaturas sea patente, o haciendo los últimos arreglos en sus paredes con cualquier material que encuentren disponible, que esté a mano, como el barro.
Y es que el invierno, es mucho invierno. Muchos días, semanas y meses en los que necesitan un refugio exclusivo para guarecerse de las inclemencias del tiempo meteorológico. Aire helador, lluvia y nieve intempestivas, que en muchos casos pueden causar grandes estropicios en sus hogares, y llevarse vidas por delante.
Por eso, el otoño es la época de cosechar para tener las provisiones indispensables para el duro invierno, que en muchas zonas se muestra con su cara más temible. Al igual que los humanos, los animales realizan este ritual otoñal en el que nada se puede dejar al azar, porque puede suponer la enfermedad y la muerte.
Ahora, la energía se emplea en acumular comida en lugares ocultos, como si fueran auténticos tesoros, o en sus guaridas. Un ejercicio realizado de forma individual o en familia. Su proyecto a corto plazo para llegar al invierno sin quebraderos de cabeza. Cosechar o recolectar son las acciones llevadas a cabo de manera incansable, sin prisa, pero sin pausa.
Unos más que otros, ya están advertidos de que los días de canícula llegan a su fin, por lo que su mayor anhelo es la búsqueda de ese refugio invernal durante el otoño. Como los humanos, intentan amoldar sus hogares a sus gustos y comodidades, ya que tendrán que pasar una larga temporada haciendo uso de él, habitándolo de forma permanente. Reparar, reutilizar y reciclar son algunas hazañas que emplean, ya que no son exclusivas de las personas.
En el caso de los insectos, algunos prefieren emigrar, como la mariposa monarca, otros acaban su ciclo de vida y mueren, y, por último, los más adaptables son aquellos que generan unas increíbles adaptaciones para sobrevivir al clima gélido, generando anticongelantes como el glicerol, u otros compuestos crioprotectores; además de esconderse y protegerse bajo la tierra o en árboles, por ejemplo.
Pero, ¿qué ocurre con las plantas caducifolias? Comienzan a deshacerse de una gran carga las hojas, senescencia, para concentrarse en su preparación invernal un estado latente, en el que se gasta la mínima energía. La falta de luz solar, da paso a un ahorro natural, que les supone el paso a la primavera después del invierno o su caída, si las encuentra desprevenidas o enfermas. Una caducidad que como todo en la naturaleza, ayuda a sobrevivir a otras especies animales, una simbiosis que no entiende de rencores. Un regalo gratuito que es dado y merecido.
Las hojas de los árboles crearán esa capa protectora que con el tiempo se descompondrá, permitiendo liberar nutrientes al suelo y alimentar al propio árbol desde las raíces: además, desde los microorganismos hasta las especies de mayor tamaño se benefician de esta poderosa fuente de sustento y seguridad. La clorofila se degradará para transformar las hojas en esa paleta ocre tan característica de su envejecimiento, una protección frente al estrés oxidativo que van sufriendo. Cuando se depositen en el suelo con esa ligereza tan característica, planeando, configurarán la manera más efectiva de proporcionar el entorno ideal, el ecosistema perfecto para que salgan a la luz las próximas generaciones de semillas cuando comiencen a brotar cerca de la primavera.
Los árboles de hoja perenne, como sucede con algunos de los animales que hibernan, segregan una serie de sustancias protectoras, llámense resinas o ceras, frente a las condiciones climáticas adversas reinantes en la estación invernal. Les ayuda a que sus ramas u hojas no se partan o se congelen cuando bajen las temperaturas o la nieve se acumule. Por eso, tienen agujas en vez de hojas, para que tenga la menor superficie posible para que se deposite y el agua pueda escurrirse de forma natural, estando verticales o inclinadas.
Todas estas posibles adaptaciones son prodigiosas, se miren por donde se miren, y recalcan la función de la propia naturaleza cómo dadora de vida. Un bucle infinito que queda trastocado en la mayor parte de las ocasiones por la mano del hombre, porque la naturaleza hace y deshace para proseguir su ritmo constante.
El invierno es un grabado, la primavera una acuarela, el verano una pintura al óleo y el otoño un mosaico de todos.
Stanley Horowitz
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