La obsolescencia programada también ha llegado a la moda, con el permiso de los propios consumidores. La obsolescencia programada es un fenómeno contemporáneo que el hombre ha creado para que los productos de consumo se queden obsoletos o estropeados en un corto periodo de tiempo, y de esa manera tener que seguir comprando ese mismo artículo cuando se estropee. Un maquiavélico bucle que tiene sus inicios en la Revolución Industrial, cuando empezó la producción en serie. En aquellos tiempos poca gente pensaba que nuestros materiales habría un día que no se iban a poder fabricar por escasez de medios, y que la sabia Naturaleza estallaría encolerizada, cuando sus recursos habían sido malgastados inútilmente en crear objetos de usar y tirar.
Llegados al año 2016, esta cuestión lejos de frenarse sigue a toda máquina, aunque ya hay muchas voces discrepantes que abogan por otro tipo consumo más consciente, y ligado a la realidad pura y dura de nuestro planeta, que está en las últimas si nadie lo va remediando por el camino.
Muchos artículos, y por lo tanto, muchas industrias, han consentido esta aberración, que se viene asentando en nuestras vidas desde la época de nuestros abuelos. Pero una de ellas, la de la moda, con un un peso en la economía considerable; es una de las que de manera clara y decidida ha apostado por seguir prorrogando en el tiempo esta lacra de la sociedad capitalista. Eso sí de una forma sutil, un ladrón de guante blanco del que nadie desconfía.
Vamos a hilar fino para aclarar pequeños detalles de la obsolescencia programada, que seguro que a muchos de vosotros no se os han pasado por alto cuando habéis tenido intención de adquirir una prenda o un complemento de moda. Empecemos por los materiales, supongo que os habréis percatado de que los materiales naturales brillan por su ausencia, ya es difícil encontrar jerseys, camisetas o pantalones de algodón o lana que sean de buena calidad y bien terminados. No es casualidad que hayan sido sustituidos por jerseys de fibras acrílicas que les salen pelotas o se deshacen en la lavadora en varios lavados, muchos más baratos y, por supuesto, fabricados en países en vías de desarrollo por un personal explotado, poco cualificado, que cobra una miseria por estar casi día y noche. Por no hablar, de los hilos. Sí, también se han cambiado.
Incluso los cárdigan 100% lana que antes duraban toda la vida, y que todos los hombres portaban; en la actualidad les ocurre lo mismo (de manera exacta) que a sus congéneres de otros materiales: aparecen las temidas bolas para ya nunca desaparecer.
Según esta premisa, cada temporada tendríamos que renovar el armario prácticamente entero, porque “no ha quedado títere con cabeza”, valga la expresión que mejor define esta deficiente “cualidad” de nuestra moda.
Una sostenibilidad que debería ser la máxima a tener en cuenta, pero que debe figurar en la última posición en la lista de innovaciones para los futuros planes de desarrollo de las empresas.
Un suéter que a las tres puestas ya ha dejado de verse como nuevo, un abrigo que antes de salir de la tienda ya parece de un “homeless”, unos pendientes que se oxidan al mes, unos zapatos que misteriosamente se quedan sin suela en dos meses sin haberlos usado todos los días, plumíferos que se deshilachan las costuras, un bolso cuyas asas se rompen en dos semanas, y un largo etcétera de ejemplos que hacen presagiar algo muy oscuro a costa de nuestro bolsillo.
Todos los que ya tenemos una edad y hemos heredado prendas de nuestra familia, podemos dar constancia de lo que era la moda en los años 30, 40 o 50; cuando las telas y los modistos creaban artículos únicos, incluso cuando empezaron las tiendas a vender prendas realizadas en las fábricas, el género era espectacular. Fabricado en condiciones que ahora se podrían declarar dignas. Por eso, quien guarde en casa ropa de sus familiares, que no la tire. Esa forma de confeccionar ya prácticamente se ha perdido, y el uso condicionaba la moda, no al revés. Es decir, los abrigos, abrigaban, y las vaporosas camisas de verano, daban frescor; no como ahora que con las altas temperaturas de nuestro país, no sé como la gente sigue comprando tops de poliéster para ponérselos en agosto. El mundo al revés, casi en consonancia con el surrealismo de “Alicia en el país de las maravillas”, el fabuloso Lewis Carroll no habría tenido que buscar una fuente de inspiración con semejante panorama.
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