autumn02Nuestra pasión por la naturaleza proviene, en parte, de las sensaciones cromáticas. Los colores con que nos obsequia el mundo natural impresionan vivamente nuestro arsenal de recuerdos, y condicionan nuestra conducta emocional hacia el medio ambiente.

Las estaciones de cambio, primavera y otoño, muestran a su vez una transformación cromática que sólo los pintores hiperrealistas consiguen imitar. Parecería, no obstante, que el otoño tuviera que representar una transición empobrecedora, pero la realidad es justo lo contrario. La disminución otoñal de temperatura y luz se convierte, quizá de forma sorprendente, en una manifestación sutil e insospechada de nuevos colores.

Los aficionados a la fotografía conocen bien el tema; de ellos he aprendido a saborear la importancia del matiz, a esclarecer detalles escondidos gracias a una luz ambiental más tenue que la del tórrido verano. Fue precisamente una reciente conversación con Juan Carlos Díaz, maestro de la red, investigador de lo incógnito y contumaz fotógrafo, cuando entendí que un análisis de la luz otoñal, en términos más fundamentales, podía ser apreciado por los amantes del mundo natural.

Veamos algunos ejemplos, que ilustran la riqueza cromática del otoño.

Menos luz, por la altura del Sol

autumn01Si medimos la altura del Sol respecto del horizonte, ésta disminuye a medida que nos alejamos del verano. Este detalle es el que explica porqué la cantidad de luz ambiental es menor. A su vez, la caída del Sol se debe al eje de rotación de nuestro planeta, la Tierra, que está inclinado respecto su órbita alrededor del Sol. Es lo que provoca la existencia de estaciones, y la duración variable del día y la noche, a lo largo del año. Esta situación física puede comprenderse mejor si imaginamos una peonza girando rápidamente sobre sí, pero inclinada respecto del suelo, y dando además vueltas alrededor de una bombilla. Si la inclinación no cambia al trasladarse alrededor de la luz, veremos cómo el área iluminada, a una cierta altura de la peonza, es mayor o menor según si la peonza apunta hacia la bombilla, o se aleja de ésta.

Cielos rojizos, por dispersión Rayleigh

La menor altura del Sol es una de las causas por las que los cielos rojizos son más frecuentes en otoño. Otra, que el tiempo es más ventoso y revuelto. Cuando el Sol se acerca al horizonte en la puesta, los dos hechos se conjuran para que sea sólo la componente roja de la luz la que llega a nuestros ojos, en su viaje a través de la atmósfera. En cambio, las componentes amarilla, verde o azul son dispersadas por el aire, tanto más cuanto más nos acercamos al azul. Aunque, mejor dicho, la dispersión ocurre por los gases que componen la atmósfera, así como por las pequeñas partículas sólidas que el aire es capaz de sustentar en su seno. Estas partículas son lo que comúnmente denominamos polvo, levantado por la ventisca que, a su vez, se produce bajo los cambios de presión típicos de otoño. Fue el científico John Strutt, Lord Rayleigh quien, a finales del siglo XIX, atinó con esta explicación para los espectaculares atardeceres otoñales, y para el color azul del cielo.

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Las nubes son más oscuras, por la menor temperatura del aire

Las nubes de tormenta las identificamos fácilmente. Crecen con rapidez, sobretodo verticalmente, y son más oscuras. Estos fenómenos se deben a una temperatura, del agua que alimenta la nube, todavía elevada, junto con un aire superior que ya es bastante más frío. En estas condiciones, la condensación del vapor de agua es muy superior, y los cristales de hielo predominan más que las gotas de agua líquida en suspensión. Por ello, las nubes son más opacas al paso de la luz, y la parte inferior de aquéllas, que es la que vemos y sentimos tan amenazante, aparece mucho más oscura.

Las hojas caducas explotan en un festival de color, por la menor cantidad de luz

He dejado para el final el fenómeno más espectacular. Si algo identifica el otoño, es el esperado cambio en la tonalidad de las hojas, de tantos y tantos árboles caducifóleos. El brillante verde estival torna hacia coloraciones amarillas, marrones, violáceas o púrpura, signo del inicio de una menor actividad vegetal.

Curiosamente, la transición hacia esta diversidad cromática la causa la menor cantidad de luz ambiental, ya comentada. Esta disminución de energía lumínica inhibe la fabricación de clorofila, el pigmento verde de las hojas y elemento vital en la fotosíntesis. Una menor cantidad de clorofila, sustancia dominante, permite que el color asociado a los demás pigmentos pueda destacar ahora. Es decir, estos compuestos ya estaban presentes en primavera y verano, pero ocultos bajo el dominio de la omnipresente clorofila. El color de las hojas resulta, pues, de una competición. En primavera y verano la partida la gana la clorofila y las hojas son verdes, mientras que en otoño el enfrentamiento cae del lado de los demás pigmentos. En invierno… no gana nadie puesto que las hojas caen.

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Se pueden comentar algunos detalles más. El conjunto de pigmentos que fabrica una determinada planta depende de su carga genética. Por lo tanto, según la especie vegetal, sus células fabrican carotenos, dando lugar a vivas coloraciones amarillas, naranjas o rojas, flavonas, responsables del blanco o amarillo pálido, betalaínas, que son púrpura, o taninos, que son principalmente marrones. Además, según la especie vegetal, así como el nivel de actividad durante el verano, cada tipo de hoja sintetiza en otoño otros pigmentos, como las antocianinas, que son púrpura, rosa o azul.

Las mejores condiciones, para que los pigmentos vegetales muestren su potencia cromática, son otoños secos y no muy fríos. De ahí que la costa este de América del Norte, y el Mediterráneo, disfruten de los climas idóneos. Y que dure.

clip image00111 La Capa de Ozono y el Efecto Invernadero no tienen relaciónAutor: Xavier Giménez Font

Profesor de Química Ambiental,

Investigador y Divulgador Científico.

Facultad de Química, Universidad de Barcelona.

Autor de “L’Aire que Respirem”.

UB Edicions, 2013.